Michael camina algo encorvado, lleva sombrero y barba frondosa, casi blanca. Tiene el forro del saco gris algo descosido y allá donde va carga bolsas con papeles y libros viejos. Su imagen atravesando una de las puertas de Dlugi Targ, la calle principal de Gdansk, recuerda a alguna pintura medieval. Michael es un periodista judío ortodoxo inglés, cuya familia murió en los campos nazis de Polonia y llegó para cubrir los actos por los 70 años del inicio de la Segunda Guerra. Directa, irónica como sólo pueden serlo quienes sufrieron mucho, Ana tiene una respuesta para la eterna carga de Michael: «Es por si tienen que emigrar obligados en algún momento. Siempre tenés que tener a mano lo importante, aquello de lo que no podés prescindir si te toca irte de buenas a primeras, como nos sucedió tantas veces en la historia».
Quien razona así es una mujer de poco menos de 60 años nacida en Cracovia, cuyos padres fueron los únicos de la familia que sobrevivieron a la guerra (habían huido a Uzbekistán) y que debió abandonar Polonia rumbo a Israel en 1968, cuando una violenta ola de antisemitismo agitada por el gobierno comunista (con la prohibición del idish como una de sus manifestaciones más violentas y bizarras) expulsó de universidades y otros ámbitos laborales a gran parte de los 40 mil judíos que habían decidido regresar luego de las torturas en los campos de concentración o de haber estado escondidos entre los escombros.En los últimos años, en Polonia el tema del Holocausto es abordado desde diversos ángulos y hasta se afirma cierto sentir filosemita, un renacimiento que se expresa en la fundación de diversos centros de estudio de cultura judía en varias universidades.
En este nuevo aniversario de la guerra que culminó con el exterminio de seis millones de judíos, la mitad de ellos, polacos, son muchos en este país los que hoy reivindican las huellas judías en la cultura nacional y se resalta la integración que tenían aquellos que eran discriminados. Una prueba de esto es el futuro Museo de los Judíos Polacos, que abrirá en el año 2012 en los terrenos que rodean el monumento a los combatientes del ghetto de Varsovia, el mismo ante el cual el ex canciller alemán Willy Brandt se arrodilló y pidió perdón en 1970, puntapié inicial en la reconciliación de los dos países. «No era fácil ayudar a los judíos, nosotros también teníamos problemas serios con los nazis. No había mucho tiempo para pensar cuando sonaba el timbre», busca explicar Monyka, una agente de viajes de 32 años, por qué los polacos no fueron más solidarios con los judíos durante la guerra, cuando la integración era tal que hasta había judíos en el Ejército nacional.
No fueron ni son sencillas las relaciones entre los polacos judíos y el resto de los polacos. Los sondeos hablan de un 20% de antisemitismo reconocido en una sociedad en la que la católica y ultraconservadora Radio María inocula veneno a diario mientras desde el gobierno insisten con que no es posible censurar a nadie en una democracia sólida. Un ejemplo de lo que puede el odio: los hinchas de fútbol del Vístula llaman judíos a sus «enemigos» del Cracovia cuando quieren insultarlos. Otro: «los judíos se comían a los niños» rezaba un graffitti en una calle céntrica de la vieja capital polaca. Otro más: las cuatro veces que un italiano, de profesión traductor, fue molido a golpes a los gritos de «Auschwitz-Birkenau», por su apariencia no eslava.
La memoria de la guerra está siendo aceitada en estos días y también se renuevan los interrogantes sobre el futuro de los museos en los campos de concentración y el de la misma transmisión de la historia, cuando cada vez quedan menos sobrevivientes para contar los hechos.
«El 70% de los chicos que visitan el campo son hijos de padres que nacieron después de la guerra», explica Piotr Cywinsky, el presidente del museo y expresa así su temor de que la historia se diluya si no se encuentran mecanismos para hacerla llegar a las nuevas generaciones.Hay otra discusión, poderosa y que hay que afrontar de manera desprejuiciada y es el sentido de la museificación del horror. Para la austríaca Ruth Kluger, sobreviviente del Holocausto, y autora del polémico libro Landscapes of Memory, los campos se asemejan cada vez más a «atracciones turísticas como ruinas de castillos medievales».
La pregunta es, más allá del impacto, hasta dónde la exhibición de kilómetros de cabello humano o de miles de valijas desvencijadas, zapatos y enseres privados aún logra impactar a las generaciones más jóvenes, que muchas veces visitan los campos como un mojón más de su agenda turística y a quienes les da igual sacarse una foto al lado de la estatua del gran poeta nacional, el romántico Adam Mankiewicz, como hacerlo sonriendo y mostrando dientes en Auschwitz, debajo del arco ominoso en el que los nazis aseguraban que «El trabajo los hará libres».
La música de los astilleros de Gdansk
Esta entrada la hemos visto tantas veces. Es una de las postales clásicas del colapso del comunismo en los países del Este. Fue en esta construcción de los astilleros de Gdansk, al norte de Polonia, donde se desarrollaron huelgas históricas y donde el electricista Lech Walesa, saltó el muro de la historia y apuñaló la ocupación comunista de cinco décadas de su país y, al mismo tiempo, hirió de muerte a una ideología. El símbolo de ese cambio de época hoy es también emblema de la aguda crisis del capitalismo. Las instalaciones de los astilleros se ven abandonadas, los vidrios rotos y las grúas oxidadas mientras se decide su futuro y algunos viejos sindicalistas se llegan cada día hasta la puerta a repartir volantes que exigen al Estado que vuelva a hacerse cargo de los astilleros que supieron llenar de barcos el Mar Báltico.
Esta noche no son los obreros los que entran por sus puertas sino miles de polacos de todas las edades que llegaron para ver el concierto de Ennio Morricone, el genio romano, autor de algunas de las más bellas músicas de la historia del cine con directores como Pasolini, Pontecorvo o Almodovar.En el marco de los homenajes por los 20 años del primer gobierno democrático poscomunista, Morricone dirige a una orquesta polaca y también a una soprano de pelo abundante y azabache, que lo mira de reojo cuando entona, mientras cubre su pecho con la gaza colorada que se desprende de su vestido de noche.
No hay ni un «bravo» para Il Maestro; el público es extrañamente frío pese a que se los ve atentos y educadísimos. Su entusiasmo se mide por la extensión del aplauso aunque la duración del clap clap colectivo nunca es «in crescendo», como en nuestras sociedades latinas, sino siempre en un tono monocorde, casi de compromiso, algo sorprendente en tierras de volcánica pasión religiosa y política y tan proclive a las resistencias heroicas como a los levantamientos populares.
Morricone cumple 81 años en unos meses y no parece muy preocupado. Desde siempre su mundo cabe en una batuta.