Permanecen abiertas las heridas, los interrogantes y dolorosos recuerdos por el atentado que destruyó la Embajada de Israel en la Argentina, del que se cumplieron días atrás 18 años. A la sorpresa por la magnitud y naturaleza de ese brutal ataque le siguió de inmediato la consternación por las fallas y defecciones en la prevención y en la investigación posterior.
Las negligencias del Estado argentino permitieron no sólo planificar y perpetrar ese ataque sino también que el mismo permaneciera en la impunidad. De tal modo, no sólo fue imposible identificar a sus cerebros y autores directos sino también sus conexiones y complicidades locales.
Aquel atentado, que causó 29 muertos y centenares de heridos, trajo brutalmente el conflicto de Oriente Medio a América latina. Fue el peor ataque sufrido por Israel y el primer ataque directo contra la Argentina, país que ha abogado de manera permanente por la paz y el reconocimiento de los derechos de los pueblos a su autodeterminación, liberados del flagelo de la violencia y el terror.
El paso del tiempo fue desdibujando las expectativas de una investigación judicial que arribara a resultados concluyentes. Pero continúa irreductible la memoria viva, el homenaje a las víctimas y el reclamo de verdad y justicia. Es una deuda con el pasado, pero -como lo demostró el segundo atentado contra la AMIA dos años después- sigue presente como una ineludible condición para impedir que nuestro país se convierta en escenario de guerras y conflictos.
El atentado contra la Embajada de Israel en Buenos Aires dejó una lacerante situación de impunidad que, 18 años después, sigue reclamando verdad y justicia.