PRENSA

«En Irán hay una dictadura brutal que debe terminar»

Marina Nemat, una ex prisionera del régimen islámico, contó su experiencia en dos libros.

Después de décadas de vivir en un estado que califica de «negación total», Marina Nemat decidió dejar de huir del dramático pasado que marcó su vida y brindar testimonio. Lo hizo a través de dos libros que resumen su calvario de dos años en una prisión de Irán, poco después de la revolución islámica del ayatollah Khomeini.

Nemat, que era estudiante cuando estalló esa revolución, afirma que las lecciones del pasado deben servir ahora, en momentos en que el mundo islámico se encuentra en plena convulsión. «El pueblo de Irán necesita saber que miles de jóvenes fueron y siguen siendo masacrados por la República Islámica, y que hay que hacer algo. Tendríamos que haber terminado con esto hace 30 años y no lo hicimos. Hay que hacerlo ahora», señala Nemat, que acaba de presentar sus dos libros: La prisionera de Teherán (2007) y Después de Teherán: mi nueva vida (2010), en la Feria Internacional del Libro de Israel.

Marina nació en el seno de una familia cristiana de Teherán. Fue detenida a los 16 años por la Guardia Revolucionaria y declarada enemiga de la revolución. Había escrito artículos en el diario mural de su escuela secundaria, en los que describió una manifestación contra el régimen, durante la cual hubo disparos a mansalva contra los participantes. En sus artículos también cuestionaba la enseñanza continua de la «ideología» en lugar de las materias regulares.

La llevaron a la prisión de Evin, la más temida de Teherán. Estuvo allí dos años. Uno de los guardias, Ali Moosavi, que afirmaba amarla, le propuso casarse con él. Y aclaró que, de lo contrario, sus padres y su novio serían detenidos. Marina aceptó y tuvo que convertirse al islam. Ali había logrado que la sentencia de muerte de ella fuera cambiada a prisión perpetua. Tiempo después, su esposo fue asesinado durante un enfrentamiento entre facciones rivales en Evin. Antes de morir, les pidió a sus padres que devolvieran a su esposa a su familia. El padre de Ali accedió, se reunió incluso con Khomeini, a quien conocía, y logró la liberación de Marina. Tiempo después, la joven contrajo matrimonio con André Nemat, al que había conocido años atrás en la Iglesia católica de Teherán. En 1991 ambos viajaron a Canadá para iniciar una nueva vida. Hoy tienen dos hijos, de 18 y 21 años.

Tras permanecer 20 años «quebrada» anímicamente, se animó a contar su historia en dos libros, «en honor» a las amigas suyas que murieron en aquella época. Esta es una síntesis del diálogo.

-¿Cómo comenzó todo?

-Cuando estalló la revolución islámica, mi vida era la de cualquier adolescente en una sociedad muy occidentalizada; anhelaba ir a la universidad. Vivía divirtiéndome con mis amigos, bailando, yendo a la playa de bikini, escuchando música. Y entonces, llegó la revolución. La gente quería libertad y democracia. Yo ni sabía qué significaba eso; ni tenía idea de quién era Khomeini. En la calle había mucha energía, mucho entusiasmo. La gente quería una vida mejor.

-Y al principio pensaba que eso se lograría?

-Así es. Pero en determinado momento, todo se volvió caótico. Mi refugio era la iglesia, donde todavía podía ser libre, sentirme cómoda, rezar. Mi abuela era de origen ruso, de la Iglesia ortodoxa, pero como en Teherán no tenían sacerdote, me acerqué a la Iglesia católica.

-La situación ya era compleja, ¿verdad?

-Todo empezó con la revolución cultural. Cerraron universidades para reestructurarlas, sacar profesores y traer nuevos, básicamente para integrar la ideología en el sistema e introducir el islam. Los docentes en los secundarios fueron reemplazados por fanáticos representantes de la Guardia Revolucionaria. Todo era propaganda, religión. Protestamos, pero nadie nos vio protestar. Ya no habían quedado periodistas extranjeros en Irán. No había YouTube, Facebook ni Twitter, y era difícil sacar información. Fue como si un muro muy alto hubiese sido construido alrededor del país. Rápidamente, vestir el hijab fue declarado obligatorio.

-La vida cambió.

-Todo estaba prohibido: bailar, cantar. André y yo no podíamos salir. Si un hombre y una mujer iban juntos por la calle, preguntaban si eran hermanos, marido y mujer, familiares y si la respuesta era no a todo, ibas a prisión.

-Y de las listas negras, se pasó a las detenciones?

-Sí, empezaron los arrestos, siempre en medio de la noche. Si llegaban a tu casa y no estabas, se llevaban a tu madre, tu padre, algún hermano. No importaba. En mi caso, llegaron una noche; yo estaba en el baño; mi madre me llamó y cuando abrí la puerta vi dos rifles apuntando a mi cara. Me llevaron con los ojos tapados; llegamos a la prisión de Evin, donde había mucha gente. Me preguntaron sobre la escuela, los estudios, los artículos que había escrito, sobre las protestas, y también por una chica de la que ni me acordaba. Luego recordé que me había ofrecido sumarme a un grupo marxista, pero yo no acepté. La verdad es que yo no sabía dónde estaba.

-Pero no le creyeron.

-Me ataron a una cama; me sacaron los zapatos y las medias, y otro hombre, Hamed, me dio un latigazo en los pies con un cable. No puedo describir el dolor. Fue mucho peor que dar a luz o sufrir la rotura de un hueso. Recuerdo la impotencia. Creo que habría traicionado a mi propia madre para pararlo, o vendido mi alma al diablo. Creo que ellos sabían que yo ignoraba dónde estaba esa chica.

-El mundo árabe está en ebullición. ¿Cómo ve este cambio?

-Una parte de mí dice: «Dios mío, va a suceder de nuevo. La gente luchará por la democracia, pero recibirá una nueva dictadura». En una revolución hay mucha energía. Ningún analista puede decir con certeza qué pasará. Es bueno que estén cambiando, pero también sé que hay motivos de preocupación, porque hay gente en las sombras que está esperando para controlar esa energía. Hay que estar alerta.

-¿Para no repetir la historia?

-Claro. En Irán, el 95% de la población votó en aquel momento y dio el sí a la revolución islámica, a la imposición de la sharia . No sabía; no entendía qué sucedía cuando la sharia gobierna un país. Si uno quiere saber qué pasa, que mire a Irán, a Afganistán, lo que los talibanes han hecho a su gente. Una dictadura secular es algo malo. Una dictadura religiosa es peor aún.

-¿Cree que su misión es, entonces, alertar para que no pase?

-Exactamente. Sé lo que está pasando hoy en Irán. Allí funciona una dictadura brutal que hace sentir a cada ciudadano que tiene un rifle apuntando a su cabeza. Pensemos en las madres. Viven con temor por sus hijos, sabiendo que pueden, por nada, ser arrestados, torturados, ejecutados. A pesar de eso, la gente ha salido a la calle a protestar. O sea que hay quien osa hacerlo, y eso significa que lo harán de nuevo.

-¿Está segura de que en Irán, 30 años después, hay gente que sufre lo mismo que usted sufrió?

-Sin duda. Lo sé; me consta. Eso tiene que terminar. Hoy mismo, en la cárcel en la que yo estuve hay 6000 presos políticos. Eso tiene que terminar.