PRENSA

Una gran herida que no cicatrizó

No podía ser. Otra vez el horror, no. A las 14.45 del 17 de marzo de 1992, cuando estalló la Embajada de Israel el país parecía lamer sus heridas, las viejas y las nuevas, en uno de esos raros momentos de paz que siguen a las catástrofes. Había superado apenas la revelación de los crímenes de la dictadura luego del juicio a las juntas militares en 1985; intentaba borrar de la memoria los alzamientos carapintadas de 1987 y 1988, que llenaron al país de sangre y de ridículo; había padecido el ataque guerrillero al Regimiento 3 de La Tablada en enero de 1989 y había asistido, atónito y aturdido, a la debacle del gobierno de Alfonsín, a la hiperinflación y a los saqueos; había confiado en Carlos Menem y en su slogan facilongo y efectivo, «Síganme, no los voy a defraudar», con las ansias de sosiego de un boxeador contra las cuerdas; había soportado, otra vez, una hiperinflación y un congelamiento de depósitos en enero de 1990 y disfrutaba ahora de un oasis en el desierto de su desesperación: la convertibilidad, consagrada por el ministro de Economía Domingo Cavallo, había sofrenado al monstruo de la inflación.