El lenguaje no alcanza a decir lo humano. A duras penas lo araña con un puñado de palabras agazapadas de urgencias en ese constante litigio con la realidad. “Si la guerra hubiera durado dos días más, él no estaría vivo…” Puntos suspensivos y suspendidos en el tiempo, “un concepto banal, casi un vocablo abstracto y obsceno que introduce sus trampas para repartir las cartas”. Una mujer escucha, todos los miércoles, el testimonio de un dolor tan desnudo, una verdad “sin falsos ropajes”, que la atraviesa como una puerta que se abre a un misterio indescifrable. Los ojos del hombre que habla provocan en los ojos de ella algo de horror y seducción. “La muerte no se puede contar”, escribirá luego. “Belleza especular y sobrecogedora ver su cara exponiendo el error. Error no de errar sino de desencajar en el lugar equivocado, dulce belleza empalmando la locura con la magnitud de su resplandor, momento indiscutido de fascinación… ver el rostro de sus otros, esos que han huido y estos que están allí aplacando el temporal sentido de la vida, cobarde sentido del verdadero dolor.” La voz de Jack Fuchs, sobreviviente de ese insondable exterminio de los campos de concentración nazis –“una muerte ideada para no dejar huellas de lo muerto”–, conmovió a Eva Puente, psicoanalista y poeta, autora de El árbol de la muralla, coeditado por la Fundación CEP (Centro de Estudios Psicoanalíticos), la productora Duermevela de Tomás Ligpot y las editoriales Milena Caserola y el asunto.