Su hijo murió sin saber que su madre, Lola Touza, era una heroína. Ni siquiera alcanzó a sospecharlo. El secreto, compartido por ella con sus hermanas Amparo y Julia, se mantuvo sellado y atravesó tres generaciones. Julio, el nieto, un reconocido arquitecto, puede sí decir con orgullo que entre 1941 y1943, en plena guerra, su abuela salvó a más de quinientos judíos que huían de las garras del nazismo, lo que le valió la comparación con Oskar Schindler, el empresario alemán que hizo lo propio dando empleo en su fábrica a más de 1.200.
En el caso de Lola, todo fue hecho desde el simple kiosco de la estación de tren de Ribadavia, un municipio de la provincia gallega de Orense, en España, gracias a la complicidad fraterna y a la de un puñado de fieles vecinos que accedieron a formar parte de la improvisada organización de rescate. De aquellos héroes anónimos no quedó el registro de ningún testimonio. Fue el agradecimiento eterno de uno de esos hombres cuya vida salvó Lola lo que permitió que la historia saliera a luz.
Como reveló en exclusiva el diario El Mundo, de España, Isaac Retzmann, un comerciante alemán de padres judíos afincado en Nueva York fue quien, a punto de morir, en 1964, decidió rastrear a la dueña de aquel kiosco providencial que le permitió huir a Estados Unidos y tener una vida. Contactó a un emigrante gallego que volvía a su tierra de vacaciones y le hizo el encargo; éste llegó hasta un librero de Vigo, Antón Patiño, que había prometido a las hermanas no develar la historia mientras alguna estuviera viva, y que dejó escrito antes de su muerte, en 2005, un bosquejo de ella. Y así empezó a revelarse una trama apasionante e insospechada.
Fue un hombre alto, barbudo y sucio, agazapado en un rincón del andén de la estación, de profundos ojos azules y un idioma que Lola no entendía, el primero de los rescatados. Después de observar que había permanecido más de un día en el mismo lugar, y sin tomar ningún tren, la mayor de las Touza se acercó a hablarle. Era un judío-alemán escapado de un campo de concentración junto a un asturiano, asesinado por los nazis en la huida. Decidida, lo alojó en su casa. Después, con la ayuda de unos pocos vecinos tan solidarios como ella, lo ayudó a cruzar a Portugal.
Dos taxistas, un tonelero que hacía las veces de traductor, un barquero y otros dos hombres completaban la red de rescate que Lola, apodada “la madre”, tejió a escondidas de todos, incluso de la Gestapo, que en ocasiones merodeó la zona en busca de fugitivos. Para sortear inclemencias climáticas, y de otra índole, ella había diseñado tres alternativas de salida: senderos, carreteras secundarias y el cruce del río Miño. En ocasiones se fraguó alguna excursión de pesca para facilitar un escape. Así, por ejemplo, fue salvado el fugitivo que la dueña del kiosco, famoso por sus dulces de almendra y licor de café, descubrió escondido detrás del banco de la estación, y que dio inicio a la conmovedora gesta.
Lola, considerada por su nieto la más linda de las tres hermanas, organizaba bailes en su casa los fines de semana para recaudar fondos para su causa secreta, y hasta llegó a vender algún abrigo o una alhaja si el dinero no alcanzaba para su tarea humanitaria, que tampoco acababa allí.
Cuentan que era frecuente ver a las hermanas pasar comida por los barrotes de la cárcel a los prisioneros del franquismo. ¿Cómo era el circuito que conectaba a estas tres mujeres con los judíos que debían desesperadamente escapar? Según cuenta en El País el escritor Vicente Piñeiro, que ha investigado el tema, se cree que el cónsul portugués Arístides de Sousa, responsable de extender una gran cantidad de visados salvadores a víctimas del Holocausto, se comunicaba con ellas por telegrama avisándoles de la llegada en un determinado tren de judíos que necesitaban escapar. La consigna para ellos era preguntar por “la madre”.
Hoy, en la que fuera su casa, una placa recuerda su gesta: “A las tres hermanas Lola, Amparo y Julia Touza. Luchadoras por la Libertad”, dice.