Opinión: Las contribuciones de las religiones y de las comunidades en la lucha contra el antisemitismo

Los primeros pensamientos y sentimientos que surgieron en mi mente y en mi corazón cuando recibí el tema propuesto fueron acerca del terrible silencio que nos ha acompañado a nosotros, los judíos, a lo largo de múltiples momentos de nuestra Historia, tanto el silencio celestial como el humano. Los judíos han tenido muchas oportunidades de entender, desde el mismo comienzo de su existencia, el significado del sufrimiento, tal como lo experimentaron durante la esclavitud en Egipto. Muchos le inquirieron a Dios acerca del padecimiento de la gente y, especialmente, el que afecta a los justos. Jeremías (Cap. 12:1-5) estuvo entre aquellos que elevaron esta pregunta a Dios y recibió una respuesta similar a la que le fue dada a Job (38) en su tiempo: “¿Quién eres, oh, mortal, para que deba revelarte mis secretos?”. Cuando los sabios del Talmud preguntaron con desesperación por qué sus colegas estaban siendo torturados hasta la muerte por los legionarios de Adriano, la respuesta que obtuvieron de Dios, del Cielo, fue: “¡Guarden silencio!”. Estas fueron mis reflexiones iniciales.

En 1944, cuando las dimensiones de la Shoá comenzaron a ser conocidas por los judíos que vivían fuera de Europa, Yehudah Leib Magnes, en aquel entonces presidente de la Universidad Hebrea de Jerusalem, en su discurso de apertura en ocasión del inicio del vigésimo año académico, citó la pregunta dramática del Rabino Levi Yitzhak de Berdichev: “No pregunto, Señor del Mundo… para saber por qué sufro, tan sólo esto: ¿sufro por Ti?”.

André Neher investigó este tema por años y escribió una obra maestra: The Exile of the Word. From the Silence of the Bible to the Silence of Auschwitz. Sin embargo, no es el silencio de Dios para con el sufrimiento judío lo que analizaremos hoy, sino el silencio y la indiferencia humana hacia la dolorosa situación de sus hermanos y hermanas judíos. Mi padre solía ser un gran lector de literatura Yidish, y de vez en cuando compartía conmigo cosas que le habían impactado, pese a que yo era tan sólo un niño. Los libros que leía fueron publicados en Argentina, y uno de ellos era, “Y el mundo estaba en silencio”, de Elie Wiesel. Una abreviada versión francesa del libro se convirtió

en su famosa novela La Nuit, (La noche), cuando el ganador del Premio Nobel François Mauriac lo alentó a que lo publicara. Ese fue mi primer encuentro con el silencio humano respecto a las penurias de los judíos.

Una segunda experiencia decisiva para mí de este silencio fue sentida personalmente en las semanas previas a la Guerra de los Seis Días, en 1967. La impresionante victoria de las Fuerzas de Defensa de Israel ocultó la angustia y la ansiedad sufrida por los judíos en Israel y en todo el mundo. El Primer Ministro Abraham Skorka israelí, el Ministro de Asuntos Exteriores, e incluso el anciano Presidente fueron vistos en las pantallas de televisión llamando, rogando, por una solución pacífica. Gamal Abdel Nasser, el Presidente egipcio, declaró constantemente que su objetivo fundamental era echar al Mediterráneo a todos los judíos que vivían en Israel. Sabiendo el resultado final de sus esfuerzos, es simple olvidar el dolor que se sentía entonces. Pero en aquél dramático momento, me pregunté, le pregunté a Dios, junto a millones de judíos en derredor del mundo: “¿acaso también serán aniquilados los sobrevivientes de Hitler? ¿Lo que Hitler no terminó será completado por Nasser y sus aliados?”.

Las Naciones Unidas fueron absolutamente incapaces de resolver la crisis de forma pacífica. Los intereses propios de las superpotencias rivales de la Guerra Fría dictaban los discursos de los representantes de los grandes poderes. Jugaban un partido de ajedrez político a una distancia segura, mientras que personas reales se preparaban para luchar y morir en una guerra sustentada por sus rapaces apetencias. Los judíos de Israel se encontraban solos una vez más, en silencio, como 27 años atrás en Europa. Elie Wiesel unió con maestría estas dos penas y silencios en los primeros párrafos de su libro El mendigo de Jerusalem.

El silencio y la indiferencia ante los actos y las palabras antisemitas fue —y continúa siendo— una gran falencia de muchas instituciones en general y de organizaciones religiosas en particular. Una de las armas más poderosas que los antisemitas tienen en sus manos es la indiferencia de los demás. Una lectura cuidadosa de la historia de la Shoá revela que Hitler tan solo determinó su “solución final” al problema judío —su completa exterminación física— el 30 de enero de 1942, cuando tuvo lugar la conferencia de Wannsee. Esto fue años después de lo que se considera el inicio de la Shoá, el 10 de noviembre de 1938. Hitler llegó a su abominable decisión solamente luego de haber visto el silencio y la apatía que sus políticas antisemitas habían producido hasta ese momento.

Una de las más sinceras y significativas autocríticas acerca de la indiferencia de los pueblos de la Europa cristiana durante la Shoá, puede encontrarse en el prefacio del Cardenal Walter Kasper para el libro Christ Jesus and the Jewish People Today 6:

En nuestra realidad actual, el antisemitismo es una, de un gran número de expresiones violentas y fanáticas que hieren a la humanidad. En su visita a la Universidad Al-Azhar en Egipto, el Papa Francisco y el profesor Ahmed El-Tayyeb, Gran Imán de Al-Azhar, condenaron con los más fuertes términos a todos aquellos que matan y enseñan odio en el nombre de Dios. Cuando ocurren cosas tan aborrecibles, las voces de todos los líderes religiosos no son tan fuertes y claras como debieran serlo. La condena religiosa verbal, universal y unificada es una fuerza poderosa contra el antisemitismo y contra

todos los tipos de racismo. En su lugar, comentarios y actitudes cínicas son lo que a menudo aparece en los medios mundiales. La sangre humana tiene el mismo color y las mismas características para todos. No importa si es sangre judía, sangre cristiana, o sangre musulmana. Cuando una persona es asesinada por la locura de la intolerancia, la humanidad debe hallarse en un profundo duelo.

El antisemitismo es un fenómeno muy difícil de comprender. Jean-Paul Sartre7, Hannah Arendt8, y muchas otras mentes brillantes dedicaron sus mejores poderes intelectuales al descubrimiento de sus raíces y sus motivaciones. En nuestros días, el antisemitismo se manifiesta a través de un anti-sionismo que desea ver el final de la existencia del Estado de Israel. El sionismo está enraizado en la esperanza de dos mil años de la gente judía de retornar a la tierra de Israel.

Las profecías de Isaías y de Ezequiel no fueron comprendidas por muchos judíos a lo largo de las generaciones como una simple fantasía o metáfora, sino que fueron vistas como una realidad que puede ser llevada a cabo. Los judíos han rezado y continúan rezando todos los días por la reunificación de su gente en Sion, y por el regreso a ese lugar de la presencia de Dios. La tierra y el Estado de Israel que convive en paz y armonía con todos los pueblos y naciones, es un aspecto determinante de la identidad espiritual judía.

El jasidismo y los mitnagdim, dos grandes movimientos religiosos judíos del siglo XVIII, organizaron aliyot, el establecimiento de miembros de sus comunidades en diferentes ciudades de lo que era, a la sazón, Palestina, una remota y desdeñada provincia del Imperio Otomano. En las últimas décadas del siglo XIX, los judíos que buscaban un nuevo tipo de judaísmo, con valores religiosos expresados de diferentes maneras, llegaron a aquella tierra y convirtieron a sus pantanos en oasis. El hebreo se transformó en una lengua viva, y muchos otros aspectos culturales del judaísmo fueron revitalizados en la misma. Cuando David ben Gurión visitó Argentina en 1969, envió un mensaje a la comunidad judía de Buenos Aires.

Resumió la historia y los logros del movimiento sionista, y concluyó modificando el verso del Salmo 29:11, que dice: “El Señor dará fuerza a Su gente; el Señor bendecirá a Su gente con la paz”, en: “El Señor dio fuerza a Su gente; el Señor bendecirá a Su gente con la paz”. La mayoría de los sueños de los sionistas se volvieron realidad en un Estado moderno democrático, que pretende vivir en paz con sus vecinos.

La más grande contribución que las diversas religiones pueden ofrecer a los judíos en la actualidad es la proclamación de mensajes y la propagación de actitudes de paz que conduzcan a la solución de la controversia israelí-palestina. Expresar claramente, de todas las formas posibles, a través de todo tipo de medio, que el terror no es el camino, que la guerra no es una solución. Deben insistir en que la vida y el futuro de cada joven israelí y palestino, ya sea judío, cristiano, o musulmán, debe ser la preocupación principal de todos, y en que el diálogo es la única herramienta para allanar el camino hacia este futuro.

La historia judía, tal como es transmitida por la liturgia judía, recuerda que cada generación ha conocido a un líder ponzoñoso que intentó eliminar al pueblo: el Faraón, Amaléc, Aman de Susa, Tito, Adriano, las inquisiciones, y los pogromos. En las palabras de la Haggadah, narrativa tradicional que los judíos recitan durante la cena de Pésaj: “¡Pues no sólo uno se alzó contra nosotros para exterminarnos, sino que en cada generación se alzan sobre nosotros para exterminarnos, ¡y el Santo, bendito sea, nos salva de su mano!”.

Es un desafío para todos nosotros, y especialmente para los líderes religiosos, crear en nuestra generación un punto de inflexión en la historia, trocar en amistad al odio heredado. Esto nos permitirá concretizar el sueño de paz y entendimiento que todas las religiones han buscado desde que descubrieron, por primera vez, la presencia de Dios en el seno de lo humano.

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